lunes, 7 de octubre de 2013

Fuego

Jirones de viento arremeten contra los árboles. Las hojas se balancean. Se avecina una tormenta. Un rayo cae sobre una vieja y retorcida encina, partiéndola en dos. La energía de la chispa eléctrica prende la encina, creando una antorcha luminosa en la noche estrellada. El fuego se vuelve impetuoso y devora la materia.
Las llamas son transportadas por el viento rápido y vigoroso y, poco a poco, devoran el verde manto boscoso. El leve siseo de las hojas mientras se evapora el agua que contienen se transforma en un ruido ensordecedor cuando comienzan a calcinarse miles de hojas a la vez. El humo negro y espeso inunda el lugar. El crepitar del fuego es atronador. Todo está lleno de humo. El bosque arde y la vida gime entre las llamas.

La corteza sirve de coraza ante el avance del fuego, protegiendo la delicada savia que corre por las venas del bosque. Pero no es suficiente y muchos árboles perecen calcinados, reducidos a cenizas grises y calientes que se esfuman con el viento.

Los animales huyen despavoridos de las lenguas de fuego que se ciernen en torno a ellos. Los pájaros alzan el vuelo, mientras que los cuadrúpedos imprimen mayor velocidad a sus extremidades, buscando una salida. Las fosas nasales se dilatan, intentando captar el poco oxígeno que queda en el lugar. El suelo está incandescente y sus patas sienten la fiebre de la tierra. El bosque se ha convertido en una bóveda ardiente, en una prisión que abrasa sus cuerpos y sus mentes. El calor hace que les hierva la sangre. Todo está oscuro. No pueden respirar. El fuego se apodera de sus cuerpos, de su vida. El hedor es insoportable. Las plumas, el pelo, las pezuñas, las cornamentas, la madera, las hojas... todo arde en el bosque y la mezcla de olores vuelve locos a los animales.

Los troncos calcinados se precipitan al suelo, cerrando las posibles vías de escape. El bosque grita, el ruido es abrumador. Todo perece bajo el influjo de las llamas. Y, de repente, gruesas gotas de lluvia comienzan a caer del cielo. Comienza la lucha entre el agua y el fuego. Los truenos enmascaran el crepitar de las llamas, los animales enmudecen.

Las nubes descargan su contenido con ímpetu sobre el bosque ardiente, las primeras gotas se evaporan con un siseo, abrasadas por las llamas. Pero a éstas les siguen otras lágrimas acuosas que caen cercenando la vida del fuego. El líquido elemento comienza a caer sobre los cuerpos calenturientos de los animales, empapándolos, refrescándolos. Las llamas, afectadas por la lluvia, poco a poco comienzan a disminuir de tamaño. La guerra entre los elementos de la naturaleza está en marcha y ninguno de ellos quiere perecer. Los animales levantan la vista hacia el cielo, hacia las gotas de lluvia torrencial que les traen la salvación.
El fuego comienza a retroceder, a consumirse, a agostarse en su propia materia. El humo ha dejado de nublar el ambiente y los animales observan como hipnotizados el movimiento cadencioso de las lenguas de fuego a su alrededor. Ya no se oye el crepitar de las llamas, ni los gritos de los animales, ahora sólo se escucha el ruido del trueno y el repicar de la lluvia sobre el suelo.

La noche va perdiendo luminosidad. Los árboles dejan de ser antorchas para convertirse en cadáveres calcinados que contemplan de pie la luz lejana de las estrellas. El círculo de fuego se abre y los animales comienzan a moverse, despacio, con cuidado, atentos a la menor señal de peligro. Pisan la tierra caliente y húmeda, los cuerpos abrasados de los congéneres que no pudieron escapar al abrazo del fuego. Inhalan las cenizas que transporta el viento. Huelen la muerte que los rodea, y comienzan a huir despavoridos del lugar maldito en el que han estado a punto de perecer. La lluvia sigue cayendo sobre ellos, llevándose consigo los restos del incendio.

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